Uno de los estrenos cinematográficos más sonados de este año ha sido Oppenheimer (2023) del director Christopher Nolan. La película narra la historia de J. Robert Oppenheimer, el físico teórico estadounidense conocido como el “padre de la bomba atómica”.
El guion está basado en el libro Prometeo americano: El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, escrito por Kai Bird y Martin J. Sherwin, ganadores del Premio Pulitzer de Biografía o Autobiografía, en el 2006.
Un artículo de The New York Times cuenta, por cierto, que la mencionada biografía implicó un trabajo de 20 años, solamente para la parte investigativa realizada por Sherwin, quien abrumado ante la cantidad de información no sabía cómo terminar el proyecto. Cuando por fin invitó a Bird a participar, la parte de la redacción tomó todavía cinco años en completarse. Sherwin, quien murió de cáncer de pulmón en octubre del 2021, no alcanzó a conocer el proyecto de Nolan, pero Bird asegura que hubiera estado complacido con el resultado.
La película de Nolan está contada de manera fragmentada, con saltos de tiempo, pero también con saltos entre la realidad y la imaginación, acompañadas de visiones oníricas que pretenden complementar el mundo interno y externo del personaje central. Este tipo de narrativa demanda la total atención del espectador y se ha convertido en una característica de la filmografía de Nolan.
En el caso de la reconstrucción de la vida de Oppenheimer, esta fragmentación funciona muy bien para retratar a un hombre que tenía una personalidad compleja. Según sus biógrafos, era reservado, algo tímido y tenía dificultad para establecer relaciones sociales. Tenía talentos múltiples, como la capacidad de aprender idiomas con pasmosa rapidez. Era un líder natural y sabía contagiar el entusiasmo necesario a sus estudiantes y colaboradores, con quienes se enfrascaba en apasionadas discusiones teóricas. Aparte de la astrofísica, la física nuclear, la espectroscopía y la teoría cuántica de campos, Oppenheimer fue un gran estudioso de la filosofía oriental. Su conocimiento de dicha materia fue tal, que un par de versos leídos en el Bhagavad Gita, uno de los libros sagrados del hinduismo, acudirían a su mente al culminar la primera prueba de la explosión atómica, realizada en Los Álamos, Nuevo México.
La complejidad narrativa de la película bombardea al espectador (valga la metáfora) con diferentes hilos de pensamiento. El que me quedó rondando fue el de la contradicción entre la pasión por la verificación científica que permitió materializar la bomba atómica versus la plena consciencia de estar creando un arma de destrucción masiva. De hecho, cuando estuvo por realizarse la prueba en Los Álamos, los científicos sabían que existía la posibilidad de que la bomba activara una reacción en cadena que podría terminar con toda la vida del planeta. La posibilidad era mínima, pero real. A pesar de ello, se tomó la decisión de llevar adelante la prueba. Por suerte, seguimos acá para contarlo.
Entre los científicos trabajando en el proyecto existía la noción de que una bomba de esta magnitud podría servir como un poderoso disuasorio para evitar que la humanidad volviera a enfrascarse en otra guerra. De hecho, Oppenheimer se empeñó en conformar un organismo mundial que serviría para controlar y detener la creación de nuevas bombas y evitar con ello que esta arma llegara a las manos equivocadas o que alguna terminara siendo detonada de forma accidental.
La noción era ingenua, porque después de la exitosa prueba en Los Álamos, su creador no pudo tener ningún tipo de influencia ni control para evitar su lanzamiento sobre la población civil en Japón. El entonces presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman, argumentaba que esta nueva arma pondría fin a la II Guerra Mundial, ahorrando la muerte de más soldados estadounidenses. Una lógica cruel que, por desgracia, funcionó.
El primer blanco elegido fue Hiroshima, una ciudad que no había sido bombardeada durante la guerra y que era sede de una base militar. El 6 de agosto de 1945, el avión Enola Gay lanzó la bomba bautizada como Little Boy, causando la muerte instantánea de entre 70.000 y 80.000 personas. Tres días después, Japón seguía sin rendirse, por lo que Truman decidió lanzar una segunda bomba en Nagasaki, una ciudad portuaria importante por albergar la producción de artillería, barcos, equipo militar y otros materiales de guerra. El 9 de agosto, la bomba Fat Boy provocó la muerte instantánea de entre 35.000 y 40.000 personas.
El total de muertos por ambas bombas ascendió a un aproximado de 246.000 personas, aunque no existen cifras definitivas. Por otra parte, los sobrevivientes y sus descendientes viven, hasta el día de hoy, con las consecuencias de las radiaciones recibidas.
El nivel de destrucción humana y material en Hiroshima y Nagasaki obligó al entonces emperador, Hirohito, a anunciar la rendición japonesa, que fue firmada el 2 de septiembre de 1945, a bordo del USS Missouri, estacionado en la Bahía de Tokio.
Oppenheimer sintió profundo horror y culpa ante los resultados de los bombardeos. Sintió, como le dijo al propio Truman en el único encuentro que tuvieron, que tenía las manos llenas de sangre. Allí es donde la ingenuidad y la lógica científica entablan una batalla contradictoria porque quien inventa un arma, debe considerar que tarde o temprano será usada y que, en consecuencia, morirá gente, poca o mucha, civiles o militares. Pero siempre habrá muerte.
Cuando Oppenheimer contempló en Los Álamos el éxito de su esfuerzo, materializado en una inmensa columna de fuego y humo, y un estruendo que le recordó un verso del Bhagavad Gita (“el resplandor de mil soles estallando de una vez en el cielo”), tuvo plena consciencia de que la historia de la humanidad tendría un antes y un después a partir de ese día. “Me he convertido en la Muerte, el destructor de mundos”, pensó sobre sí mismo, citando el Gita, según declararía posteriormente en más de alguna entrevista.
Así Oppenheimer, emulando al Prometeo de los griegos, nos heredó una de las formas del fuego y la amenaza permanente de nuestra eventual extinción.
(Publicado domingo 10 de septiembre, 2023, sección de opinión La Prensa Gráfica. Foto: cartel de la película).
