Columna de opinión

La ciudad perdida

Teatro Nacional, Catedral y Banco Hipotecario, centro de San Salvador

El centro de San Salvador es un lugar muy importante en mi formación personal. Mi padre tuvo allí su oficina de importaciones comerciales durante poco más de tres décadas, en un edificio del Pasaje Montalvo. Se mantuvo ahí hasta que a fines de los 80 decidió trasladar todo a nuestra casa en Los Planes de Renderos.

Por incontables situaciones, me tocaba pasar tardes o días enteros en dicha oficina. Mientras él y su hermano, mi tío Ricardo, trabajaban en sus escritorios, yo me entretenía con las sillas de rueditas, los artículos de oficina, los muestrarios de mercadería y, sobre todo, con las máquinas de escribir.

Cuando a mi padre le tocaba visitar clientes, yo solía acompañarlo. En los años 60 y 70, la ciudad era caminable. Había poquísimas ventas ambulantes y no era un lugar particularmente peligroso. Salíamos a pie a recorrer media ciudad. De esa manera, pude conocerla de cabo a rabo.

A la vuelta del pasaje, nos metíamos en los negocios de los chinos, La Mariposa y Loy Loy, que estaban de cara a la Plaza 14 de julio. Mientras mi padre hablaba con los dueños, yo me entretenía viendo la parafernalia de aquellos almacenes especializados en encajes, botones y materiales de costura, aunque también vendían artículos traídos desde China, como inciensos, lamparitas con flecos rojos y adornos de porcelana o marfil.

Luego cruzábamos a los almacenes de telas regentados por “los turcos”, lugares oscuros, calurosos y silenciosos, llenos de interminables rollos de telas, de todos los colores, calidades y precios. Mi padre conocía a cada dueño por su nombre y todos lo conocían a él, a don José. Pasábamos por la calle de las papelerías; por la talabartería que tenía a la entrada un caballo disecado y, en cuyo interior, colgaba del cielo raso un lagarto, también disecado; por las ferreterías llenas de objetos como pasadores, tornillos, roscas y alambres; por el parque Hula Hula, cuya acera tenía un diseño de círculos pintados de colores y donde yo jugaba a saltarme de un color a otro, de acuerdo al capricho del día.

A veces cruzábamos al lado del Palacio Nacional, cuya acera tenía ladrillos con colochitos, que también me gustaban. En la Plaza Gerardo Barrios siempre había mucha gente, sentada en las bancas, refrescándose bajo los árboles. Si nos íbamos a la esquina del Teatro Nacional y doblábamos a la izquierda, hacia la Calle Delgado, mi padre se entretenía husmeando en los pequeños negocios de relojes y joyería, donde esperaba encontrar alguna buena oferta.

Si nos cansábamos, nos deteníamos en algún cafetín a tomar una horchata o a comprar el pan dulce para la tarde. Si llegábamos hasta la Plaza Libertad, mirábamos a los limpiabotas, los fontaneros, los electricistas y los vendedores de lotería que se mantenían en los portales. También había mendigos, muchos, en varias calles. Algunos rincones olían a orines rancios. Había también pequeños negocios que vendían pollos rostizados y papas colochas que, junto a las pupusas, eran la comida rápida de aquel tiempo.

Al atardecer, volvíamos a caminar para salir a la 1ª. calle Poniente, donde estaba el parqueo en el que guardaba su carro. El trajín de oficinistas y obreros que regresaban a sus hogares se reflejaba en buses colmados de gente y vehículos impacientes que sonaban sus bocinas para abrirse paso y apresurar el tráfico. Caían las cortinas metálicas de los almacenes y los zanates se acomodaban de manera ruidosa en los árboles cercanos, mientras iba oscureciendo y se encendían las luces de la ciudad.

Ése fue, a muy grandes rasgos, el San Salvador que dejé atrás en 1980. Cuando regresé en 1992, la impresión que me causó el centro fue brutal. Los cambios eran tantos que me costó reubicarme. El terremoto de 1986 había dejado heridas profundas en la infraestructura. Los vendedores ambulantes habían organizado una especie de sub ciudad que cubría las fachadas de los edificios. Calles donde antes fluía el tránsito estaban convertidas en túneles de ventas de ropa y otros artículos. El Pasaje Montalvo estaba ocupado por negocios de ropa usada y tenía fama de ser un callejón muy peligroso.

 La ciudad cuyo recuerdo mantuve vivo con fervor durante mis años fuera del país, había desaparecido. Se había transformado en algo cuyas nuevas reglas me eran hostiles y desconocidas. Los edificios, los negocios, las calles, los olores, los sonidos que durante años fueron mis puntos de referencia y de identificación, se habían esfumado. La ciudad de mi padre, la ciudad que él me enseñó a andar y a conocer, la que anduvimos juntos, estaba perdida, extraviada en la neblina de mis recuerdos. Después de una docena de años de ausencia, me convertí en una extranjera dentro de un espacio que era tan vital e importante para mí como Los Planes de Renderos, el lugar donde me crie.

En los últimos años he regresado poco al centro. Tengo una sensación constante de que ese sector de la ciudad no es invitador sino todo lo contrario. Se ha convertido en un lugar de paso. Las plazas no tienen bancas. No hay árboles ni espacios con sombra donde ampararse del sol. Lugares de reunión natural, como las gradas del Palacio Nacional, fueron enverjados para evitar que la gente se sentara en las tardes a platicar con desconocidos y a tomar café con pan, comprado a los vendedores ambulantes. Las nuevas edificaciones rompen de manera grosera con el conjunto arquitectónico. Los espacios para la convivencia ciudadana espontánea se han visto mermados por la criminalidad y el trauma que ello ha dejado en la ciudadanía. Los vendedores han sido removidos, por las buenas y por las malas, muchos sin una opción para continuar su actividad de sobrevivencia.

“¿Dónde está mi ciudad?” me pregunté mucho la última vez que fui, hace pocas semanas. Me siento viviendo un duelo por mis referentes personales perdidos, por el espacio transformado en algo extraño, algo que ya no es (ni volverá a ser nunca) la ciudad que mi padre me enseñó a conocer y a amar.

(Publicado en sección de opinión, La Prensa Gráfica, domingo 4 de julio, 2023. Foto propia, con vista del Teatro Nacional, Catedral y el edifico del que fuera el Banco Central de Reserva).


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