Gabinete Caligari

Veinticinco años después

¿Por qué hicieron la guerra? ¿Por qué tomaron las armas? ¿Por qué no dialogaron? Son preguntas que me hacen algunos jóvenes cuando se habla de la década de los años 80 del siglo pasado. Podrían escribirse libros enteros para intentar responderlas, porque las respuestas no son sencillas.

Por lo general improviso algo que, estoy segura, no explica mucho. Suelo decir que el diálogo era totalmente imposible, que ya se habían agotado todas las opciones y alternativas, y que se hizo lo que se tenía que hacer, dadas las circunstancias. Habría que explicar muchas, tantas, demasiadas cosas más para que aquel momento de nuestra historia moderna pueda comprenderse a plenitud y para que las generaciones que no lo vivieron comprendan el punto de quiebre que significó esa década en la historia centroamericana.

Viví ese tiempo entre Nicaragua y Alemania, con varias visitas a México por cuestiones de trabajo. Quizás por eso, cuando pienso en la guerra, no pienso solamente en los eventos que ocurrieron en suelo salvadoreño, porque toda Centroamérica estaba involucrada en conflictos internos que trascendieron fronteras.

Miles de refugiados guatemaltecos, en su mayoría indígenas, huyeron de la persecución y el conflicto armado en su país. Muchos encontraron refugio en México, primero en el Estado de Chiapas y luego en Campeche, donde fueron trasladados por orden del gobierno mexicano, después que Kaibiles (la fuerza anti insurgente guatemalteca), incursionaran y atacaran uno de aquellos campamentos en 1984. Ocho refugiados fueron asesinados; sus cuerpos, mutilados.

Nicaragua intentaba implementar cambios sociales profundos en la sociedad, al mismo tiempo que debía levantar su paupérrima economía, debilitada no sólo por el saqueo previo de Anastasio Somoza y por la guerra de La Contra, sino también por el embargo económico impuesto por el gobierno de Ronald Reagan contra el gobierno sandinista.

Costa Rica servía como receptor de migrantes y asilados políticos nicaragüenses y salvadoreños perseguidos en sus países. Palmerola en Honduras y la Escuela de las Américas en Panamá funcionaron como centros de entrenamiento para las fuerzas militares centroamericanas. También sirvieron como base militar para las fuerzas estadounidenses, que estaban dispuestas a invadir Nicaragua en cualquier momento, no sólo para acabar con la revolución sandinista de una buena vez, sino también para servir de advertencia a los movimientos guerrilleros de Guatemala y El Salvador de que jamás se les permitiría tomar el poder para fundar regímenes socialistas en la región. Las invasiones a Panamá y Granada fueron claros ejemplos.

En El Salvador, dialogar fue imposible. El gobierno disparaba, torturaba y mataba a cualquier y todo opositor o sospechoso de serlo. Las cosas se fueron escalando y se salieron de control a finales de 1979, después del golpe de estado del 15 de octubre. El epítome de aquello fue el asesinato de Monseñor Romero en 1980 y la subsiguiente masacre a la población que acudió a su entierro en Catedral. Ya no hubo voluntad de nadie para las palabras, para la paciencia, para el entendimiento. A partir de ahí, nos perdimos. Fuimos poseídos por el espíritu de la guerra.

Pero la confrontación no era exclusiva de nuestra región. Iba mucho más allá. Podría decirse que era planetaria. El bloque socialista y el bloque occidental estaban confrontados en la Guerra Fría, un enfrentamiento directo, constante y amenazante entre los países más poderosos del mundo, que tenía su campo de batalla en el terreno ideológico, político, económico, tecnológico, cultural y hasta deportivo. Sus ejércitos estaban armados y listos para combatir en cualquier frente. La amenaza y el temor de ataques nucleares eran permanentes.

Veinticinco años después todo es diferente, aunque no necesariamente mejor. Al inicio, recién terminada la guerra en El Salvador, vivimos la euforia de la esperanza de un nuevo comienzo, pese a que los acuerdos firmados provocaron en algunos una sensación de pérdida al no realizarse las transformaciones sociales necesarias para solucionar las desigualdades económicas y sociales que perviven en nuestro país, y que fueron, han sido y seguirán siendo la base de nuestros conflictos, el germen de nuestra sempiterna violencia.

Nadie nos advirtió de la dureza y de los peligros de la posguerra. No estábamos preparados para ello. Las esperanzas y las buenas intenciones se diluyeron demasiado pronto. La realidad nos abofeteó día a día. La violencia renació con otros rostros, otros bandos, en otros territorios, con otras consignas. Es una violencia rabiosa, cruel, más inclemente que la vivida en la guerra. Más desesperanzadora porque aparenta no tener objetivo, solución ni final. Un enfrentamiento con trincheras y fronteras invisibles. Un paso en falso y estás muerto.

Veinticinco años después de la firma de los Acuerdos de Paz de 1992  no habría que menospreciar o subvalorar sus logros. Examinado en perspectiva, ese evento es un punto coyuntural importante en las transformaciones históricas del país. Pero sería absurdo pensar que, a partir de aquello íbamos a ser felices para siempre, como en los cuentos infantiles de antaño, y que todos, absolutamente todos nuestros problemas de país, que son numerosos y complejos, iban a solucionarse de forma rápida y sencilla.

Supongo que se espera que una escritora formule palabras de aliento en un aniversario como este, pero la verdad es que no las tengo. Tampoco voy a repetir las frases que la solemnidad o la corrección política exigen. No las siento. Veo cómo está el país en diferentes aspectos y me entristece mucho. Hay que ser muy mezquino o muy ciego para no sentir preocupación por la situación actual.

En vez de decir algo, en vez de balbucear un inútil y falso optimismo, prefiero detener el momento para pensar en los muertos de la guerra, en los desaparecidos, en los niños que fueron vendidos a familias en el extranjero, en los masacrados, en los amigos que murieron, en los indígenas y campesinos asesinados en 1932, en los que se volvieron tan locos que encontraron y encuentran placer en el acto de matar, en Monseñor, en los que siguen muriendo, en los que siguen matando y muriendo, en todos nosotros.

Que la paz nos habite pronto.

(Publicado en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 15 de enero 2017. Foto de portadilla: monumento a las víctimas de la masacre de El Mozote, Morazán. Foto propia).

2 Comments

  1. Pingback: Paranoia y pertenencia. | Qué Joder

  2. Y por ahí leí un editorial en un diario que decía así: un cuarto de siglo en paz, de risa de verdad, así como de risa el monumento por la “paz”, así como de risa una canción conmemorativa de la “paz” que está sonando en las radios, así como de risa nuestro país, bueno creo que no solo de risa, nuestro país es una verdadera tragicomedia.

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