Gabinete Caligari, Música

Cuando mueren los cantantes

Me causa fascinación el sentimiento colectivo de tristeza que surge cuando muere un cantante famoso. Siempre me pregunto por qué lloramos por alguien a quien no conocimos en persona, alguien que no era nuestro amigo, alguien con quien nunca convivimos en ninguna parte. Pero de inmediato me digo también que los cantantes son parte de nuestras vidas a través de su música, aunque nunca hayamos tenido ni la oportunidad de verlos en concierto.

David Bowie, por ejemplo. Era un cantante de mi infancia. Era lo que sonaba en la radio y se miraba en la televisión. Pero era también alguien con quien me identificaba en aspectos que iban más allá de lo musical. Pienso en la primera canción que escuché de él, “Space Oddity”, en esa compleja mezcla de melancolía y angustia que me despertó, en plena época de la euforia espacial de los años 70. Es una canción que siempre que la escucho me deja húmedos los ojos, porque me conmueve la idea de un hombre flotando en el espacio hasta su muerte. Imaginemos el tamaño de esa soledad.

Por eso, cuando David Bowie murió sentí que había muerto un pariente mío, un íntimo, porque él me llevó a descubrir y a reflexionar sobre cosas que no había considerado hasta que conocí su música y escuché sus entrevistas.

Hay canciones que se convierten en parte del soundtrack de nuestras vidas, canciones que llevaremos atadas para siempre a un sentimiento, a un acontecimiento, a un lugar, a una persona e incluso a momentos en apariencia insignificantes. Nunca olvidaré, por ejemplo, una tarde en que trapeaba en mi casa mientras sonaba algo cantado por María Callas. Yo aborrezco trapear. Pero hacerlo escuchando a Callas aquella tarde, me hizo la tarea leve. Desde entonces, siempre que escucho mencionar su nombre recuerdo esa tarde que no tuvo nada de especial, nada más que el sortilegio de una voz privilegiada acompañándome en una tarde tediosa.

Cuando alguno de los grandes nombres de la música muere, el sentimiento que embarga a los fanáticos es una mezcla compleja, por motivos relacionadas más con nosotros mismos que con el cantante. Si lo vemos en términos prácticos, la muerte de un cantante significa que no tendremos nunca más la oportunidad de acudir a un concierto suyo y que no escucharemos canciones nuevas de su parte (a menos que algún familiar avaro decida refritar algunas grabaciones inéditas para comerciar con el duelo mundial y lograr algunos milloncitos más).

Pero a otro nivel, cuando muere el intérprete de alguna canción del soundtrack de nuestras vidas, nuestros recuerdos se miran opacados por el dedo de la muerte. Es el recordatorio de la propia mortalidad. Porque si los ídolos mueren, es innegable que también nosotros lo haremos.

El vínculo emocional que establecemos con los cantantes tiene mucho que ver también con las emociones y pensamientos contenidos que deseamos expresar. Proyectamos en ellos lo que no podemos decir. Pienso en el papel de la música que amenizó las luchas populares de las décadas de los 70 y 80. Los cantantes de protesta expresaban el sentir de millones de personas que vivían bajo miedo a la censura y la represión en diversos países de Latinoamérica. Se les agradeció la valentía de cantar por el colectivo. Víctor Jara murió por ello.

Admiramos a los cantantes porque tienen el micrófono y la voz para cantar o decir lo que a nosotros nos gustaría y que, por uno u otro motivo, no podemos o debemos expresar. Lloran, bailan, ríen, aman, recuerdan, protestan, se burlan, nos hablan de la vida, sienten. Por eso les permitimos ser como son y cantar las cosas que cantan. Lo permitimos porque los artistas tienen una misteriosa manera de conocernos a profundidad. Una canción puede contener en su letra la historia de tu vida, los sentimientos privados que no le confiarías jamás a nadie y que de pronto encuentra uno ahí, idénticos, palabra por palabra, revelados en toda su exactitud en medio de una canción.

Proyectamos en los cantantes los sentimientos que no nos atreveríamos a admitir en público. Cosas como: “Ven a mí que estoy sufriendo / ven a mí que estoy muriendo / en esta soledad que no me sienta nada bien”, por ejemplo. Dios guarde que sorprendiéramos a alguien diciéndole eso a su ex pareja, porque uyuyuy, ¿qué pasó con la dignidad? Pero lo que sí le estaría permitido es ir al karaoke, tomarse unos tragos y cantarlo a pecho partido y con el alma sangrando de pena, porque lo que sí admite esta sociedad hipócrita en la que mal vivimos es la escenificación de la tristeza. Nos enseñan a llorar a escondidas. Llorar es un asunto vergonzoso. La sociedad no quiere que seamos sinceramente tristes porque uy, qué feo eso de la tristeza, el desamor, el desaliento, la desesperanza, el corazón roto. Pero los cantantes tienen carta blanca para estar tristes. Viven esos sentimientos por nosotros.

Entonces muere Juan Gabriel y recuerdo su canción “Querida” y mi memoria se traslada a 1985, a una casita de madera en algún lugar de Río San Juan, donde hay varias personas, una reunión informal, no sé bien de qué ni con quiénes, mi recuerdo es difuso. Lo que recuerdo con claridad es que en algún momento sonó esa canción y busqué a Alejandro con la mirada entre el grupo de gente. Él cantaba para mí desde la punta opuesta del salón y cuando llegó la parte de “yo quiero ver de nuevo luz en toda mi casa”, todos estábamos cantando a grito partido. Me reí al vernos cantar, mientras afuera tronaba la guerra a nuestro alrededor y la muerte se llevaba a los mejores de nuestro tiempo.

Nunca quise saber, como dice otra canción, de dónde son los cantantes. Pero lo que sí me gustaría hacer es pasearme por el lugar a dónde van después de morir. Escucharlos y abrazar en sus fantasmas, a todos los fantasmas de mis propios recuerdos.

Lloremos cantando, pues.

(Publicado en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 11 de septiembre de 2016).

2 Comments

  1. Edgard E. Murillo says

    Algo parecido me pasó en diciembre de 1984 con la canción “Hello” del ex comodoro Lionel Richie. Estaba en Waslala una mañana caliente y tediosa en espera que me enviaran a una base enclavada en la montaña cuando en la radio sonó la canción. Dos amigos que esperaban junto conmigo corrieron a sus mochilas y yo hice lo mismo: cada uno sacó una página arrugada con la letra de la canción… y empezamos a cantarla. La guerra tronaba afuera “y la guerra se llevaba a los mejores de nuestro tiempo”.

    Like

  2. Ciertamente, Jacinta, los artistas dan la cara y el alma por nosotros los anónimos, los que queremos guardar la compostura. Yo no he sentido la muerte de ningún cantante, pero Madonna, sin duda lo hará.

    Like

Comments are closed.