Gabinete Caligari

Caballos verdes

Todos los días, desde la ventana que tengo junto a mi escritorio, miro un par de hojas de mata de huerta. También se miran por las ventanitas que están en el descanso de las gradas.

La mata me la regaló mi vecina. Ella tenía dos sembradas en el jardincito al frente de su casa. La mata de plátano, que estaba sembrada más adelante, crecía sin problemas. Pero había atrás una matita de guineo de seda que apenas se notaba. En el lugar donde estaba no caía el sol. Por eso no prosperaba. La vecina me ofreció la de guineo para que la sembrara en mi jardincito frontal. Acepté, en el entendido de que cuando la mata diera, a la vecina le tocarían un par de gajos en retribución. El día que llegó el jardinero hicimos el trasplante.

La verdad es que no le puse mucha fe al asunto. Pasaban los días y no miraba cambio alguno en su tamaño. Me fue inevitable recordar a Jean Cocteau, quien en su libro Opio habla sobre la lenta velocidad de las plantas, una dimensión diferente de nuestra percepción del tiempo y de la velocidad, algo que el autor dice haber comprendido gracias a su adicción al opio.

Vi crecer a la mata muy despacio, casi sin darme cuenta, pensando en esa velocidad vegetal, en esa lentitud solemne, dignificada y silenciosa que tienen las plantas y los árboles para nacer y crecer. Celebraba cada hoja que salía. Me fijé en las raíces que se miran en la base del tronco. En los hijos que le salieron. En unas matas de flores que brotaron de manera misteriosa a su alrededor.

Cuando hace unos meses tuvimos una granizada violenta, todas las plantas quedaron maltrechas y con los agujeros de las quemaduras del hielo en sus hojas. Había pedacitos verdes por doquier y un intenso olor a plantas recién cortadas. Pero la mata de guineo resistió estoica. Se despelucó un poco, pero eso no le quitó el ímpetu.

Apenas tomé conciencia de lo inmensa que se ha hecho cuando noté que las hojas cubren por completo la vista desde la ventana del segundo piso. Ya no puedo ver hacia el volcán de San Salvador, que se mira a lo lejos. Por suerte tampoco sigo viendo los postes, cables, edificios y muros que también se miran desde aquí, toda esta horrible mancha humana que llamamos “ciudad”.

Ahora, frente a mí, todos los días, está este muro de hojas verdes, que se mecen suaves como las orejas de un elefante cuando se abanica. Y luego, el cielo, flanqueado por tres cables de alta tensión.

Las hojas me han dado más de un susto. Veo algo oscuro moverse por la noche frente a la ventana, y es la sombra de una hoja, sacudiéndose para arriba y para abajo, como un desproporcionado animal que, benévolo, me regala un saludo nocturno desde el otro lado del vidrio.

Durante el día, las hojas se mecen de arriba a abajo y luego de izquierda a derecha, como si cada una fuera el cuello de un animal que me espía. Imagino el cuello verde de un dinosaurio. El dinosaurio que canta para mí cuando sopla el viento.

Apenas me di cuenta cuándo o cómo, pero la hoja se fue partiendo. Los pedazos siguen unidos por la sólida nervadura. Se agitan con el viento de manera individual. Cada pieza se mueve en desorden pero, al mismo tiempo, el conjunto parece compartir un ritmo íntimo y secreto. Es el orden del caos. Cuando el viento las agita mucho, parecen banderas de plegarias tibetanas.

Un par de pájaros vienen a bailar sobre las hojas. Hacen sus equilibrios y sus saltos. Pían mientras persiguen insectos. Yo los espío, paralizada, para no asustarlos. La planta y los pájaros bailan al ritmo de alguna melodía misteriosa, yo sé. Siento deseos de ser pájaro para poder bailar sobre la nervadura del cuello del dinosaurio vegetal.

Me detengo a ver llover. Para ver llover sobre este animal verde que me espía a través de la ventana. Veo cómo caen las gotas y cómo el dinosaurio se transforma en un caballo de crines verdes perladas con agua. El caballo galopa dejando atrás un destello de verdes, los verdes recuerdos de la memoria. “Los días corren como caballos salvajes sobre las colinas”, decía el viejo Bukowski.

Un flash de la memoria: ir con mi padre a la finca que teníamos cerca de Panchimalco. Caminar entre cafetales, machete en mano. El olor que despide el tronco herido de una mata. La flor de un racimo tierno. Los colibríes chupando las flores abiertas. El zum zum del batir de sus alas.

Hace meses estoy esperando que mi mata eche flor. Pero ella sigue creciendo desenfrenada y libre, como si se encontrara en una jungla prehistórica. Casi puedo verla bailar de alegría con cada lluvia que cae. Es obvio que la mata se siente feliz.

Sé que cuando llegue a florear y a dar sus frutos, habrá que meterle machete y botarla. Siento nostalgia adelantada por ese momento. También sé que, cuando una mata muere, ya tiene algún hijo naciendo a la orilla de su tronco. La mía ya tiene seis. Una mata muere. Otras más ya están creciendo. La muerte es vida.

A veces imagino que la mata crecerá tanto que llegará hasta el cielo, como en el cuento de los frijoles mágicos. Y que cuando eso ocurra, yo escalaré por su tronco, descalza, hasta llegar a las nubes, a donde pienso perderme para no volver jamás.

Supongo que como columnista debería hablar de los grandes problemas del país o de la humanidad, y no de una cosa tan banal y de poca importancia como lo es la vida y evolución de una mata de huerta en el jardín de una perfecta desconocida. Pero la vida también está hecha de cosas simples que de tan sencillas, nos pasan inadvertidas. Sirva el texto de hoy para recordarlas.

(Para lectores no salvadoreños: “guineo” es banano. “Mata de huerta” es una mata de bananos. “Guineo de seda” es la variedad común de guineo. Publicada en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 26 de octubre 2014).

8 Comments

  1. Felipe Argueta says

    Esas “pequeñas cosas” que nos recuerdan que estamos dotados de una capacidad única en el universo de apreciar la belleza en cosas supuestamente “insignificantes”.
    Mientras tomo el desayuno disfruto ver comer arroz o maicillo, que mi esposa deja a los pájaros en el patio de nuestra casa todas las mañanas. Con puntualidad vienen palomas, pájaros de diversos colores, zanates, etc.
    Cada especie tiene una especial característica o forma de acercarce a nuestra casa, hay unos pajaros de colores que se acercan a ver si hay comida y luego avisan al resto, los zanates viene siempre en grupo y como si trabajaran en equipo juntos entran juntos salen hasta terminar el grano, los pichones de palomas son las más egoístas ya que mientras una come, siempre hay una que disputa el grano al punto de pelearse con su compañeras. Con esto y más he descubierto que los pájaros lo que menos tienen es un “cerebro de pájaro” , están dotados de un instinto en inteligencia animal que maravilla. Son “pequeñas cosas”.
    Un saludo Jacinta!

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  2. He pensado en las plantas como entes indomables y silenciosos que se apegan con sus raíces a nuestra memoria y fasicnacion mas grata. Nuestras mascotas verdes.

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    • En efecto Walter, a veces establecemos ese tipo de relaciones con nuestras plantas, como si fueran mascotas. Algo nada errado porque a fin de cuentas son seres vivos y también tienen alma. Saludos.

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  3. Decía un economista de la postguerra mundial, que “lo pequeño es hermoso”; esa frase cabe perfectamente en este escrito.

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  4. Pingback: Caballos verdes, por Jacinta Escudos | Autores ...

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